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El rosal inmarcesible

Por: David Pichardo





Ella deseaba amar con la intensidad de lo extraordinario, con una fuerza inconmensurable, no había momento más placentero que cuando se ponía a pensar en el futuro amor de su vida y se imaginaba los sucesos más venturosos y los gestos románticos más apasionados que podían existir.

-A veces sueño que un hombre me da su corazón, y que nunca se marchita- le confiaba sus secretos a la golondrina que venía cada mañana a la ventana de su habitación y se posaba para cantar una melodía que acompañaba la alegría del amanecer.


Su voz también era suave, acaramelada y dulce como el canto de aquella ave, por eso mientras él caminaba creyó que estaba delirando al escuchar el afable trino que vocalizaba palabras inteligibles y este asombro inicial se tornó rápidamente en fascinación al quedar hipnotizado por tan sutil caricia sonora. Escuchaba entonces todos los días debajo de la ventana los secretos amorosos de ella. Y la alteración de sus sentidos llegó al límite cuando vio su silueta en la vereda arbolada del bosque lozano.


No detuvo la idea que le llegó a la mente la primera vez que la vio. Fue una ocurrencia fugaz. Ella irradiaba la atmósfera con una sonrisa que mostraba unos dientes blanquísimos y con un brillo intenso que brotaba de sus ojos, y en el momento en que los fúlgidos diamantes hicieron un leve contacto con los ojos de él, supo sin dudar, en el instante, y a pesar de que nunca lo había sentido antes, que estaba enamorado. Pensó que la mejor manera de expresar aquel sentimiento era a través de las flores, así que pasó toda la primavera buscando la alegoría de su corazón en las rosáceas más hermosas.


Le obsequió un rosal pequeño de rosas escarlata, con los pétalos bien abiertos y una etiqueta en la maceta que decía: Éste es un objeto inmarcesible. Ella encontró en el temblor de sus labios un tierno símbolo de infortunio; aceptó el rosal mirando la palidez de su rostro y rozó su mano con la de él. No apartó la mirada ni la mano. Sus pieles se encontraron entonces en un tenue contacto en el que ella puso su consentimiento y su cariño y en el que él sintió un cálido escalofrío. Hubo sólo el silencio, el pacto inenarrable de los enamorados. Existe un color en el mirar de dos amantes inconfundible y único: un color ardiente, cándido y amable que abarca todo un amor que no obedece al tiempo en el inmenso espacio que hay entre los ojos esmeralda de ella y los ojos oscuros de él. La reciprocidad en su respuesta hizo que el triste corazón de él se acelerase y que los pequeños capullos bermejos recién nacidos eclosionaran en un segundo exhalando un perfume dulce como la miel.


Ella diario regaba su corazón, le hablaba de sus fantasías rutinarias y sus sueños más íntimos, su aliento revitalizaba el alma de los delgados tallos y reconfortaba cada pétalo haciendo crecer un brote más lindo que el anterior. Voló la primavera y el verano como hojarasca en el viento, y en una tarde de otoño paseando por el bosque donde se habían conocido ella lo abrazó fuerte y dijo:

-Me gustas mucho y creo que te amo, como Dido amó a Eneas y como Dante amó a Beatriz; me siento como Isolda encadenada a ti, condenada a pensarte sin tregua. Tu rosal es el mejor obsequio que nadie nunca me ha dado. Me gustas tanto y sé que te amo, y sé también que tu amor por mí te hace tener las ideas más apasionadas y tiernas del mundo. Amé el rosal, y tu corazón en él. Cuando la rosa muere la obsequiamos, no nos importa su dolor; me imagino que el instante en que la rosa es arrancada de la tierra no es distinto al último suspiro que exhalamos antes de morir. Pero tú has pensado en todo esto, y por eso sé que me amas tanto como yo te amo a ti y a los latidos de tu corazón.


Llegó el clima invernal y ellos permanecieron abrazados todas las noches, mirándose mutuamente, recorriendo juntos aquel puente perpetuo que había sido erigido desde los abismos insondables de él hasta los mares majestuosos de ella, abrasados en la ferviente llama que los aislaba de la realidad, hablando sutilezas indescifrables para nosotros, atentos a sus labios y ajenos al mundo.


Hasta que, en una de esas citas nocturnas, ella llevó el delicado rosal consigo, y en la negrura del bosque estuvo repitiéndole a su amado cuánto lo amaba. Pero él tenía mucho frío y no podía concentrarse en lo que ella decía ni en su enternecedora mirada. Se recostó en la hamaca que habían colgado al principio de sus paseos y se cubrió con una manta muy fina para intentar calmar sus temblores. Ella dejó de ver la nívea luna del horizonte y se acercó a él para acariciar su rostro que palidecía cada vez más. Entonces sacó el rosal que había escondido bajo la hamaca, arrancó un pétalo de la rosa más grande, y en ese momento él sintió una punzada en el corazón. Arrancó otro pétalo con más fuerza y él sintió que la respiración le faltaba. Fue desgajando las rosas moribundas una por una lentamente mientras observaba su silueta exhausta para recordar bien el rostro del amor de su vida, y a cada brote desgarrado el corazón endeble latía con menor ímpetu, desfalleciendo pusilánime ante la fuerza exterior que lo comprimía. Levantó la pequeña maceta con la última rosa en ella y la puso parsimoniosamente en el pecho de él. El objeto aprisionó aún más el lánguido pecho que exhalaba una súplica de auxilio. Y al entender que nadie lo escucharía preguntó con sus últimas fuerzas:

- ¿Por qué?

-Por amor -susurró ella-. Las grandes historias de amor han sido siempre trágicas. Romeo murió por Julieta para perpetuar su amor, Don Quijote aspiró a ser un mártir guerrero por su amada Dulcinea. La muerte es el salvoconducto del amor perfecto…

Mientras hablaba gotas de sangre caían a la tierra húmeda, sus manos habían sido perforadas por las espinas de las rosas que había destruido.

-…Mi mamá decía que sólo tras la muerte podríamos reconocer al amor verdadero, el que trasciende las mil barreras de la vida para fundirse en la eternidad. Me dijo que la aspiración de toda mujer es ser amada así, con la fatalidad impresa en el destino, porque el amor ideal no vacila ante la duda terrenal, no obedece las leyes de lo mundano. Y yo sé que nuestro amor es sublime como el de las novelas y que me amas más que a nada. Todo el mundo sabe que el amor es entrega, que el verdadero amor es sufrimiento.


Acarició por última vez la rosa restante, ahora blanca como la luna que presenciaba la escena, y en un parco movimiento de su tersa mano estranguló lo que quedaba de ella mientras le daba un último beso a su amado marchito, inerte sobre el lecho de amor.



 

Interlatencias Revista

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agosto 2021

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