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The Brutalist: el autor, sus posturas y sus omisiones.

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    Interlatencias
  • 30 ago
  • 6 Min. de lectura

Crítica Interlatente de Abraham Hernández

The Brutalist (2025)
The Brutalist (2025)

¡La edificación cinematográfica de la década, quizás del siglo! ,es lo que se enuncia sin reparos sobre The Brutalist, de Brady Corbet, en la mayoría de los medios especializados y entre los creadores de contenido de cine en redes sociales como TikTok y ”X” (antes Twitter). Sin embargo, esta construcción fílmica, moldeada a lo largo de 215 minutos en el resucitado VistaVision, tiene fisuras que, si se analizan detenidamente, pueden revelar grietas que mancillan a una de las cintas más aclamadas de este 2025. 


En aspectos técnicos no tenemos nada que reprocharle a la película de Corbet. La implementación del VistaVision como formato de registro está atada a cuestiones fotográficas: al tener el celuloide corriendo en la cámara de manera horizontal —comúnmente la película corre de manera vertical— se puede abarcar más espacio en el fotograma y prescindir de objetivos angulares que deforman la imagen para optar por lentes más cerrados, ideales para la fotografía de arquitectura, y así mantener sus proporciones lo más cercanas a lo que el ojo humano percibe. Narrativamente no hay problemas. A pesar de sus tres horas y treinta y cinco minutos de duración, el viaje del protagonista a lo largo de los años es llevadero; y salvo las polémicas implementaciones de IA, tanto en la imagen como en el acento de Adrien Brody y Felicity Jones, The Brutalist es una cinta que trata de emular una grandeza nostálgica del cine epopéyico de manera convincente. No obstante, cuando llegamos al apartado discursivo, el filme es problemático debido a su deliberado sesgo político y su arbitrariedad ingenua. 


Los primeros minutos de la película parecen ser una declaración de intenciones de su director: la cámara nos ata a un sentimiento claustrofóbico gracias a su estrambótico deambular en la penumbra de los camarotes de un barco. Entre las sombras logramos vislumbrar la silueta de László Tóth (Adrien Brody), un refugiado húngaro que sobrevive a los horrores del holocausto nazi para llegar a Estados Unidos. Sin embargo, mientras más avanza el metraje, Corbet se aleja de su primera propuesta fotográfica para atarse a un estilo más clásico de posicionamiento de cámara. 


Desde que László pone un pie sobre “la tierra de las oportunidades” se ve mancillado por los vicios de una nación sumida en los pecados católicos y en una decadencia moral postguerra. Temáticamente ésto continúa desarrollándose a lo largo de la película. Tras un pequeño viaje llega a Pensilvania, cuna de la industria norteamericana y de su renacer como persona. Corbet inserta imágenes de la fabricación del acero que conectan con la idea del resurgimiento de László después de los horrores de la guerra: el acero —su persona— solo es moldeado a altas temperaturas y bajo ciertas circunstancias —sus peripecias—. Este recurso no solo aparece una vez, sino que lo encontramos como secuencia predecesora del intermedio. 


The Brutalist (2025)
The Brutalist (2025)

La idea del intermedio en estos tiempos es una anomalía. Algunos recordarán, en los tiempos antes del duopolio de cadenas cinematográficas, que los cines cortaban las cintas —sí, cintas, al ser proyectadas en película— para, entre otras cosas, cambiar el rollo de proyección. Aquí, un acierto de Corbet, es rescatar este intermedio para que le sirva como conexión temática de su trama: el momento en el que llega el intermedio es cuando, junto con Lászlo, leemos la carta de su esposa Erzsebét que anuncia su llegada a los Estados Unidos. Al finalizar la narración de su carta tenemos que esperar 15 minutos para presenciar su arribo; nuestra espera no es la misma que la de László diegéticamente hablando, pero sirve como aproximación de la espera que existe entre personaje principal y el espectador; asimilamos, de cierta manera, el tiempo que László espera a su esposa. 


Es justo mientras escuchamos esta carta que las imágenes del acero y la industria hacen otro acto de presencia. Si en la primera ocasión es como metáfora del resurgimiento de László, esta vez funciona como un advenimiento de las dificultades que avecinan su futuro: los golpes que forjan el acero y determinan su forma son los mismos golpes vivenciales que marcan la historia de un ser humano. Sin embargo, aunque esto sea probablemente lo más asertivo de la cinta, dentro de la obra no se puede omitir el discurso político encapsulado en su metraje. 


Lo que da pie al gran meollo de The Brutalist es que, en la primera parte de la cinta, László trabaja como diseñador de muebles para su primo Attila, otro expatriado que ahora vive al margen de los Estados Unidos, y quien  cambia su apellido a Miller para abrir una tienda de muebles bajo un nombre que encaje con los valores tradicionales de esa sociedad. El borrón de su identidad no le afecta en nada mientras en sus nuevas tierras sea respetado y obtenga beneficio de ello. En contraparte, László nunca reniega de su origen. Es mientras László supervisa la construcción de una silla al estilo Bauhaus que se escucha por la radio el discurso de la declaración de independencia del estado de Israel en voz de David Ben Gurion, el primer ministro de Israel en su historia. Este discurso justifica el despojo de tierras palestinas ya que, en palabras de Ben Gurion, “es su derecho divino como israelíes”. La imagen que acompaña esta escena puede desviar la atención del mensaje: las chispas de una soldadora y László fumando a cámara es algo que el ojo puede percibir como un encuadre bello y poderoso. Lo peligroso en esto es que a través del embeleso de la pupila Corbet, disimuladamente, expone una postura ideológica que es conflictiva y problemática: la justificación del estado sionista. 


La ideología de una película, de una u otra forma, termina siendo la que el director determina por sus afinaciones. El cine, desde la arista que sea, y en proporciones variadas, es un vehículo de exposición y análisis político. De esta forma es imposible separar al artista de su arte; es así como el autor habla al espectador a través de todos los elementos que componen el ejercicio cinematográfico, y si bien el autor puede poner a dialogar diferentes posturas ideológicas sin tener que pertenecer o ser afín a estos pensamientos, esto no exime a su director de ser rastreable con algunas de las ideas enajenadas en su película; en este caso concreto es el lazo que existe entre Corbet y su personaje principal. De ser así podemos aseverar que algo de Corbet existe en László. Bajo la misma lógica, el sionismo de su director habla a través de su película, aunque a la manera de László con su obra arquitectónica, lo hace a través de pasadizos secretos. 


Hacia el final de la cinta se justifica sin tapujos la usurpación y el establecimiento del estado de Israel en tierras palestinas a manos del movimiento  sionista: los años han pasado y László es un anciano. En su honor se le hace un homenaje a su trayectoria arquitectónica. En el discurso de apertura de la retrospectiva una familiar lee un discurso en el cual subraya que “ [lo importante] no es el viaje, es el destino”. Como apunta Alonso Díaz de la Vega en su artículo para Gatopardo de la misma cinta, el punto final, el destino de László, no es más que Israel, la tierra prometida de su pueblo al que emigraron toda su familia. Apunto que Corbet hace uso del sesgo premeditando ya que él mismo, en una entrevista para Entertainment Weekly, asegura que él no se preocupa por lo político a la hora de hacer sus películas, sino que se guía puramente por la historia, a pesar de dejar en claro saber la implicación de que toda pieza artística se encuentra atada al espectro político. Esto demuestra su nulo entendimiento de lo problemático que puede ser esto en su película y de su ingenuidad, ya que se le puede aliar a posturas políticas que justifican matanzas como las que se viven en Gaza a pesar de que cabe la posibilidad de que no sea partidario de estas atrocidades, además que evidencía a un director que sin la nula capacidad de lectura rescata contextos delicados sin la delicadeza que merecen y los moldea a merced de sus intereses. Dentro de sus omisiones hay una complicidad tácita. El tema de los migrantes a causa de conflictos bélicos solo es visibilizado, justificado y aceptado dependiendo de quiénes sean los afectados. 


En los tiempos que vivimos, de genocidios sin castigo y financiados por potencias en decadencia, es importante tomar una postura porque aunque los sionistas lo olviden —o no lo quieran ver—, se puede trazar un paralelismo entre el genocidio judío a manos del Tercer Reich con el genocidio perpetrado por Benjamin Netanyahu y sus aliados. Si Corbet decide pasar por alto las cuestiones políticas que permean la historia de su película en beneficio de sus intereses como narrador, entonces estamos ante un autor que traiciona sus temas en aras de la gloria. László Tóth es un traidor del brutalismo, el cual renegaba cualquier tipo de belleza tradicional en su arquitectura y estilo, pero László en la cinta pondera la belleza de su obra sobre funcionalidad. En la misma senda de acción y pensamiento nos encontramos a Brady Corbet, un director al que le importan más los acabados de su fachada que los cimientos de su obra.

Interlatencias Revista

Septiembre 2025

 
 
 

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